
Ir andando suponía que había que salir de casa con más tiempo y que no había que entretenerse por el camino para evitar llegar tarde, lo que conllevaba una broca del profesor de turno y el consiguiente castigo. Siempre nos salía bien la jugada a mi compañero y a mí, lo que nos permitía tener algunas monedas en el bolsillo. Pero un día, no recuerdo por qué, nos debimos entretener por el camino y lo cierto es que llegamos tarde, con la clase ya empezada. ¡Horror! ¡Nos esperaba la bronca y el castigo!
El profesor nos fulminó con la mirada, pero antes de empezar a gritarnos nos preguntó:
–¿Motivo del retraso?
Evidentemente, no existía ningún motivo ni justificación; pero yo comprendí que aquella era nuestra última oportunidad. Entonces, se me ocurrió una idea.
–Es que… veníamos en el tranvía y… ha descarrilado –le respondí.
A veces había ocurrido que un tranvía se había salido de la vía, ocasionando incluso daños y algún herido.
Al profesor, de repente, le cambió la expresión de la cara. Su gesto se dulcificó, se acercó preocupado a nosotros y nos miró de arriba abajo, como cerciorándose de que estuviésemos sanos y a salvo.
–¿Os ha ocurrido algo?
–No, no…
–¿Os encontráis bien?
–Sí, sí…
–¿Os habéis dado algún golpe?
–No, no…
Nos acompañó a nuestros pupitres y hasta nos ayudó a sentarnos. Jamás le habíamos visto tan amable y preocupado.
Y así fue.
Ese día lo comprendí claramente. Por un lado, la realidad incuestionable: habíamos llegado tarde a clase. Por otro lado, la ficción: el tranvía había descarrilado.
¿Realidad? ¿Ficción? Solo lo pensé un instante y elegí la ficción. Muchos años después, aquí sigo.