Los que vamos acumulando años irremisiblemente (todos lo hacemos, pero no en la misma cantidad) a veces recordamos cosas y, es inevitable, nos decimos que los tiempos han cambiado. Parece incuestionable. Sin embargo, hay momentos en los que, al menos yo, tengo la sensación de que nada ha cambiado, y sobre todo no han cambiado los instintos más rastreros del ser humano, que lo conducen hacia la violencia, la intransigencia, la insolidaridad y otros males de gran calado. Todo cambia, pero todo sigue igual. Ya lo dijeron los clásicos de la Antigüedad, en su momento.
Ocurren cosas que me recuerdan hechos que yo viví hace mucho tiempo. Hoy recuerdo un poema que escribí hace treinta años, después de un conciento de una cantautora sudamericana, en una especie de pub, cuando un grupo de guerrilleros de Cristo Rey irrumpió violentamente en el local y, a punta de pistola, nos tiraron los vasos a la cara, nos insultaron, cantaron sus himnos brazo en alto y, sin dejar de amenazarnos y de romper todo lo que hallaban a su paso, se marcharon tan campantes.
huyendo de las tristes multitudes
me acurruqué entre la desesperación y el ansia
de dejar de percibirme
levantaba murallas de alcohol y puñetazos en el aire
tras las almenas cristalinas
me oprimía en los genitales
la máquina de escribir desacostumbrada
a tales sobresaltos
casi ya derrotado la vida tirándome del cuello
hacia la corriente imperfecta del ruido
hablaste de una cadena de brazos
que daba tres vueltas a la redondez del planeta
de un ascenso comunitario
de una lucha eterna en el amor y la muerte
de un porvenir violento y bello
me cautivó tu voz y sólo pude
deslizarme entre las cuerdas de tu guitarra
flotar en el espacio que tu garganta iluminaba
entonces entraron ellos nos tiraron
las almenas a la cara a punta de pistola
y nos obligaron a cantar sus himnos
fue en este madrid –lo recordaré– a finales
de mil novecientos setenta y no sé qué
Lo que no recuerdo es qué me impulsaba entonces a escribir sin signos de puntuación.