Hubo un tiempo en que me negué a dar conferencia. Creo recordar que ya he hablado de ello en alguna entrada de este blog. Pero un buen día cambié de criterio y acepté darlas. No puedo explicar el porqué de la negativa ni tampoco el porqué de la posterior aceptación. A veces somos así, caprichosos e incompresibles. Durante las próximas semanas voy a dar cuatro conferencias: dos, muy lejos, en la Universidad de Montreal y la Universidad de Alberta (en Canadá); y dos más cerca, en Cáceres.
Siempre que tengo una conferencia en el horizonte me suele asaltar un sueño. Un sueño idéntico, que se repite una y otra vez. En ese sueño veo un auditorio, o un teatro, o una simple sala llena de butacas, es decir, un lugar adecuado para impartir una conferencia. Y entonces vivo con angustia una situación: se acerca la hora del comienzo y no entra nadie. La sala permanece totalmente vacía. Mi angustia crece y crece hasta que, por fin, llega la hora de empezar. ¡No hay nadie! Todos los asientos libres. Y entonces, curiosamente, siento una enorme alegría. No me siento decepcionado, sino todo lo contrario: feliz.
Intuyo que mi sueño tiene una interpretación fácil, que no me interesa saber. Absténganse, doctores Freud. Hasta ahora mi sueño no se ha hecho realidad y siempre ha acudido gente a oír mis conferencias, en mayor o menor medida. Ahora pienso si, al fin, en alguna de las cuatro que tengo pendientes el dichoso sueño se hará realidad.