Los bisabuelos estaban enterrados en la misma sepultura. Él, que había muerto unos meses antes, debajo, y ella encima. Como se acercaba el primero de noviembre, los dos estaban contando los días, pues era grande el deseo de ver de nuevo a la familia alrededor: a los hijos, que ya eran abuelos, a los nietos, que ya eran padres, y a los bisnietos, que ya iban al colegio.
La mañana soleada era el mejor preludio de una jornada emocionante. Poco antes del mediodía, ella, la bisabuela, dio unos golpecitos en la caja de madera para llamar la atención de él, el bisabuelo, pues sintió que ya se estaban acercando.
El bisabuelo y la bisabuela se recompusieron en la medida de sus posibilidades –hay que tener en cuenta que se trataba de dos difuntos– para recibir a los suyos de la mejor manera posible. Ensayaron una sonrisa de oreja a oreja y con gran esfuerzo abrieron los ojos.
Lo que vieron no les paralizó el corazón porque hacía tiempo que ya lo tenían paralizado. Con horror, trataron de gritar, pero se dieron cuenta de que ya no les quedaba ni un hilillo de voz. ¡Habían sido rodeados por unos seres repugnantes que hacían extrañas muecas y grotescos movimientos! ¡Vampiros con los colmillos llenos de sangre! ¡Esqueletos andantes con una guadaña en la mano! ¡Zombis con los sesos saliéndoles por las orejas! ¡Brujas espantosas envueltas en telarañas! ¡Momias con las vendas ensangrentadas! ¡Cuerpos con cicatrices tan grandes que parecían las vías del tren!
Al cabo de unos minutos, el bisabuelo le susurró a la bisabuela:
–¡Son ellos!
Allí estaba toda la familia. Los hijos, que ya eran abuelos, los nietos, que ya eran padres, y los bisnietos, que ya iban al colegio.
Poco antes de marcharse, uno de sus bisnietos, con un asqueroso murciélago colgado del mango del hacha que tenía clavada en la cabeza, se acercó a la tumba y colocó una calabaza sobre la lápida, al lado de sus nombres, y a continuación gritó:
–¡Truco o trato!
Esa misma tarde, el bisabuelo y la bisabuela se murieron del todo.