Acabo de volver de Japón con casi quinientas fotografías, pero esto es lo menos importante. He estado mirándolas un rato, tratando de elegir una que ilustrase este comentario. Las había francamente bonitas, en las que se me veía junto a una pagoda, frente a un templo, en un jardín maravilloso, a punto de tomar el «tren bala», en las calles tumultuosas de Tokio… Finalmente, como veis, queridos mirones, he elegido una bien distinta. Estoy con Kazumi Uno, hasta hace unos días mi traductora al japonés; desde ahora, mi amiga japonesa. Y he elegido esta fotografía y no otra porque resume muy bien el viaje y el tema del que pretendo hablar en este comentario: trabajo y placer. Acudí a Tokio invitado por el Ministerio de Cultura para participar en los actos de la Feria del Libro de esa ciudad, donde este año España era invitada de honor. Luego, me quedé unos días más por mi cuenta y riesgo. Trabajo y placer.
Mucha gente me dice que soy un privilegiado, ya que hago el trabajo que más me gusta, el que siempre he deseado -y soñado- hacer. Y es verdad. Sería un cretino si no lo admitiese. Me gusta mi trabajo por encima de todo, por eso a menudo se funde y se confunde con el placer. Y no hablaré ahora de las inquietudes y de la desazón que produce un trabajo como éste, que te puede quitar el sueño y hasta la vida. Pero mi trabajo -y esto tampoco puedo negarlo- en gran parte da sentido a mi vida. No quiero ni pensar lo que habría sido de ella sin la literatura. Me dan escalofríos.
Así que Tokio ha sido la metáfora perfecta, donde una vez más ha coincidio el trabajo y el placer. El trabajo consistió en algunas charlas y conferencias -que, por cierto, no es lo que más me gusta-. El placer, conocer de cerca a personas realmente estupendas: Julio Llamazares y Cecilia, Carmen Alborch… Y a Kazumi Uno, una mujer encantadora, que también disfruta con muchas de las cosas que hace en la vida y por las que ha luchado a brazo partido. Ella me acompañó por un Tokio diferente, de barrios interminables, pequeñas ciudades dentro de la gran ciudad; me hizo ver la realidad cotidiana de la gente normal y corriente: los niños en los colegios, los jóvenes en los institutos, su casa y su familia… Eso sí, no consiguió que aprendiese a comer con palillos.
Tokio deslumbra por todas partes. En cierto modo es la ciudad futurista que todos hemos imaginado alguna vez leyendo libros de ciencia ficción. Basta detenerse un momento en cualquier calle y mirar a un lado y a otro. Hay treinta y cinco millones de personas en Tokio y sus alrededores, personas amables y muy respetuosas con el prójimo. Es curioso, en Japón, el país de los móviles, no oyes nunca el timbre de uno de estos teléfonos, tampoco oyes a nadie mantener a gritos una conversación -esto, por cierto, ocurrió nada más llegar a Barajas-. En marzo, el día en que tuvo lugar el gran terremoto, que asoló Sendai y alrededores, toda la ciudad se quedó sin transporte. Y os aseguro que la vida en Tokio es inimaginable sin tranportes. Sin embargo, no pasó nada. La gente se quedó a dormir en el trabajo, en casa de los amigos, o simplemente hizo a pie veinte o treinta kilómetros hasta llegar a su casa. Nadie se queja. Simplemente, cada persona busca la solución al problema.
Por cierto, me pillaron tres terremotos en Japón. Evidentemente, no como el de marzo. Pero en el más fuerte me encontraba en el hotel, en el piso veinticinco de un rascacielos. Y aquello se movía bastante. En julio y agosto hay una cosa que incomoda bastante: el enorme calor, a veces insoportable. Tendré que volver en primavera o en otoño -las estaciones que me recomendaba Kazumi- para que Tokio siga sorprendiéndome.
Y no he dicho nada de Kioto. Kioto, simplemente, te deja con la boca abierta.