Esta misma tarde, charlando con una editoria y, a pesar de ello, amiga, me preguntaba si habría existido algún boxeador que, encontrándose en clara situación de ganar un combate y sin ningún motivo excepcional que lo aconsejase, hubiese tirado la toalla. Es decir, rendirse cuando se está venciendo.
Por supuesto, este acto no implicaría un menosprecio del rival, ni lo contrario, una valoración excesiva. En realidad, el rival no contaría en la decisión. Tirar la toalla sería el colofón del combate que el pugil mantiene consigo mismo. Una parte del boxeador se impone a la otra y le hace abandonar. Es una lucha distinta, callada, íntima, sin mamporros, sin cejas rotas, sin labios sangrantes… Es una lucha que tiene más que ver con los escalofríos de la conciencia, con la nebulosa de la certidumbre. Es proclamar en voz alta: he llegado hasta aquí y me importa un bledo ganar. Me bajo del cuadrilátero y me tienen sin cuidado los abucheos del público. ¡El público! ¡Qué coartada perfecta!
Escribir y boxear, a simple vista, no tienen nada que ver. Es cierto que la literatura se ha ocupado a menudo del boxeo, no al contrario. Pero en el fondo escribir también es boxear contra uno mismo. Y nuestros propios golpes suelen ser tan dolorosos como los ajenos, o más. Por ese motivo, un escritor también puede tirar la toalla, aunque en la cartulina de los jueces vaya ganando el combate. Pero, en definitiva, ¿qué entienden los jueces de boxeo? Y peor aun, ¿qué entienden de literatura?