Creo que fue en «Ópera prima» (aunque no estoy seguro), aquella película de comienzos de los años ochenta que descubrió a Fernando Trueba, donde aparecía un personaje que sacaba a pasear en un carrito a su equipo de música de alta fidelidad. Era el momento en que los «equipos de música» estaban sustituyendo a los tocadiscos, y todo el mundo parecía entender mucho de ecualizadores, amplificadores, bafles, vatios… Se veneraba al aparato en sí y llegaba a olvidarse la función que debía desempeñar: escuchar música. Es una estrategia de la sociedad de consumo.
Hoy, como todo ha ido a peor en ese sentido, podemos encontrarnos con infinidad de aparatos electrónicos sotisticadísimos; podemos encontrarnos con coches potentes y lujosos, que hasta calientan los asientos para que llevemos el culo aclimatado; podemos encontrarnos con GPS, que nos hablan con voces diferentes y en distintos idiomas; podemos encontrarnos con PlayStation de última generación… La lista sería interminable. Pero tenemos que darnos cuenta de que lo importante no es el reproductor, sino la música; no es el coche, sino viajar; no es el GPS, sino dar rodeos y perderse; no es la PlayStation, sino jugar. La sociedad de consumo acaba convirtiendo los medios en fines. Nos alecciona -término suave- constantemente para que no nos privemos de nada. Hay que poseerlo todo, aunque no sepamos para qué. Hace ya veinticuatro años que publiqué «La ciudad que tenía de todo», uno de mis primeros libros, en el que ya hablaba de estas cosas. Lo malo es que las cosas van a peor.