Hay instantes que se quedan grabados en la memoria sin pedirnos permiso. Y ya puede transcurrir toda una vida cubriéndolos con los velos del olvido o las astillas del tiempo, que allí permanecen, como barcos hundidos y encallados en las profundidades.
Yo debía de tener dieciséis años y en mi barrio, muy cerca de mi casa, vivía una chica que aún no los había cumplido. El recuerdo me la devuelve con un aspecto casi infantil. Quizá entonces las muchachas de dieciséis años fueran más niñas, sobre todo si las comparamos con las de ahora. En un par de semanas iba a cumplirlos y pensaba organizar una fiesta en su casa. Sus padres, presionados por ella, habían aceptado ausentarse durante toda la tarde. Quizá debería decir ahora que aquella chica me gustaba. Es probable, pero no estoy seguro. Yo quería hacerle un regalo, un buen regalo. Tenía el dinero justo para comprarle un disco y, como quería asegurarme de que le iba a gustar, le hice una pregunta, que en realidad me estaba desenmascarando.
–¿Qué disco te gustaría que te regalasen?
Pensé en todos los cantantes y grupos que nos gustaban en aquella época, pero ella me sorprendió.
–El de Leonard Cohen.
Me dejó desconcertado. Yo no sabía quién era ese tipo ni qué cantaba, pero parece ser que ella había escuchado por la radio alguna canción suya de su primer disco, “Song of Leonard Cohen” y le había gustado mucho. Al día siguiente por la tarde cogí el 35 y me fui al centro de la ciudad, y en una tienda muy grande de discos que había cerca de la plaza de Santo Domingo, lo compré –me lo había apuntado en un papel para que no se me olvidase el nombre–. Pedí que me lo envolviesen para regalo.
El día de su cumpleaños desenvolvió emocionada el paquete, pues sin duda ya se imaginaba lo que contenía. Al verlo, me dio un beso y se dirigió al tocadiscos. A mí me arrastraba de la mano. Creo que quitó el disco de los Four Tops, que estaban de moda entonces, y lo puso. Y allí, a su lado, escuché por primera vez en mi vida “Suzanne”. Leonard Cohen, tamizado en sepia –como mis recuerdos ahora–, nos miraba fijamente desde la carátula del disco. Aquella música penetró por todos los poros de mi cuerpo y se fundió conmigo.
De la muchacha no puedo decir mucho más, yo era en aquella época terriblemente introvertido y tímido y, por consiguiente, no llegué a decirle nunca que me gustaba. De Leonard Cohen, os aseguro que no me he separado jamás. Hoy, con la tristeza infinita de su muerte, he pensado en aquella muchacha, a la que ahora ni siquiera sería capaz de reconocer por la calle, y estoy seguro de que también ella al conocer la noticia habrá sentido una punzada seca y despiadada atravesándole la vida. Y si por un instante se acordó de mí y del momento en que ambos escuchamos aquella canción, es lo de menos.
¡Cómo me recuerdan estas palabras a uno de los capítulos de La casa de verano! Hace poco más de dos semanas murió el amigo que me regaló ese libro (yo lo releía por aquel entonces sacándolo de la biblioteca y él quiso que lo tuviera). Hoy he vuelto a escuchar «Suzanne» después de mucho tiempo. A pesar del dolor, ¡qué hermosa canción y qué hermoso libro el tuyo!