Tengo la casa llena de rinocerontes. Entiéndase bien, rinocerontes de cerámina, de madera, de peluche, de cristal y hasta de plástico. No es que sea coleccionista de rinocerontes -no soy coleccionista de nada- pero hace tiempo me dio por comprarme estos «animalitos», que siempre me llamaron la atención. Eso significó que muchos amigos y familiares hayan llegado a la conclusión errónea de que los colecciono, y por eso me los regalen cada dos por tres. Así, inevitablemente, mi «colección» crece y crece. Mi gusto por este animal, incluso, me llevó a escribir un libro para niños: «Cerote, el rey del gallinero«, donde planteo una pregunta a los pequeños lectores que con toda seguridad tendrán que hacerse a lo largo de su vida: «¿qué prefieres: la seguridad o la libertad?».
El rinoceronte es un animal realmente impresionante, no solo por su enorme tamaño; sino por ese aspecto rocoso, duro, con esos pliegues en la piel que parecen labrados por un cantero. Contribuye a darle mayor fuerza esa cabeza extraña, en apariencia desproporcionada, con ese cuerno que se eleva como un roque afilado que desafía hasta los mismísimos elementos. Por otro lado, es ya legendaría -y exagerada, como todas las leyendas- la potencia sexual de estos animales. Una potencia que, en realidad, podría tratarse de una lentitud sexual. Pero lo cierto es que hay gente que piensa que esa potencia radica precisamente en su cuerno, y ahí empieza la tragedia de los rinocerontes. Son perseguidos por cazadores sin escrúpulos que, saltándose todas las leyes, los matan para cortarles el cuerno, que luego venden por cantidades astronómicas. Parece ser que los cuernos son triturados hasta convertirlos en polvo, y con ese polvo se hacen pociones y píldoras que estimulan la libido de los seres humanos que las tomen. ¡Qué majadería!
Este hecho nos puede hacer reflexionar sobre la actitud de los seres humanos con respecto al planeta Tierra. El hombre se considera dueño absoluto del planeta. Quizá todo arranque de aquellas palabras bíblicas, cuando Dios le dice al hombre aquello de creced y multiplicaos, y tomad posesión de la tierra. Y desde entonces el hombre ha tomado posesión de todo lo que le ha dado la gana, sin pensar en otra cosa que su propio interes y su propia satisfacción. Y lo peor es que, como dijo el filósofo Thomas Hobbes en el siglo XVII: «Homo homini lupus» (El hombre es un lobo para el hombre), y esto lleva a algunos seres humanos a «tomar posesión» también de otros seres humanos, a apropiarse de sus bienes, a negarles su dignidad, a convertirlos en auténticos esclavos.