Querida Amelia:
Te escribo lleno de perplejidad y de tristeza. Te escribo aunque sé de antemano que nunca podrás leer esta carta. Además, nadie podrá leértela, ni siquiera tus padres, a los que tanto les gustaba leerte esos libros que ampliaban tu sonrisa. A pesar de ello, te escribo, y yo mismo me sorprendo y me pregunto: ¿por qué lo hago? No te conocía de nada y la primera noticia tuya que tuve fue la de tu muerte, con siete años y medio. Tu padre me escribió hace unos días para contármelo y para agradecerme esos libros que yo había escrito y que a ti tanto te gustaban. Misteriosamente, los libros una vez más habían tendido un sólido puente de palabras entre tu país y el mío –¡tan lejanos!–, entre tu continente y el mío, entre tu corazón y el mío. Y esa magia que nos acercó es la que ahora me empuja a escribirte, sin duda. No voy a quejarme de lo injusta que es la vida ni del sinsentido de tu ausencia. ¡Y hay tantos motivos para hacerlo! Yo también quiero unirme a tus padres y agradecerte la sonrisa que te acompañó siempre, que ni siquiera se empañó durante los días en que tenías motivos para cualquier cosa, excepto para sonreír. He podido ver tu sonrisa gracias a una fotografía que me envió tu padre. Estabas muy mal y tu aspecto físico así lo delataba; pero tu sonrisa permanecía intacta, parecía un alboroto de alegría en medio de tu rostro demacrado.
Querida Amelia, un lector puede conocer un poco a un escritor si lee lo que ha escrito; pero ¿puede un escritor conocer a sus lectores por el simple hecho de leerle? Aunque es demasiado tarde ya, tengo la sensación de que te conozco, de que nos conocimos en algún momento, de que hasta vislumbré alguno de tus sueños mientras las palabras de mis libros te rondaban por la cabeza. Ya sé que parece raro, imposible incluso; pero lo siento ahora mismo, enredando mis pensamientos con las teclas del ordenador, tratando de desentrañar una vez más la maraña tan dolorosa de la vida. Y aquí me tienes, escribiéndote a sabiendas de que jamás podrás volver a leer lo que escriba. Quiero agradecerte tu sonrisa, pues ha sido ella la que me ha obligado a sentarme a la mesa y a hacerme preguntas difíciles de responder. A lo mejor, a pesar de tu corta edad, tú tenías la clave de esas preguntas y por eso sonreías. Echaremos de menos tu luz y te agradeceremos infinitamente que hayas alumbrado un poco nuestros caminos. Gracias a ti, hoy he vuelto a encontrar un poco de sentido a algunas cosas que hago, como escribir cuentos que leen algunos niños, como tú lo hacías. Sonrío. Y mi sonrisa se ha escapado de mí en busca de la tuya.
(Gracias al padre de Amelia, por darme permiso para publicar este texto. Después de pensarlo mucho, he preferido no publicar su fotografía.)