Pues resulta que en un armario de la cocina, muy al fondo, he encontrado un paquete de los grandes con rollos de papel higiénico. Lo había olvidado allí probablemente hace meses. Se trata de un papel de doble capa, de tacto fino, delicado y resistente. He estado elaborando un plan: como tengo rollos de papel higiénico suficientes en casa y tengo por costumbre ir solo una vez al día a exonerar el vientre, lo que significa que no hago un gasto excesivo del producto, voy a ponerlos a la venta, juntos o por separado. Está claro que, tal y como está la cosa, puedo sacar una pasta gansa. ¿Y qué haré con ese dinero? Me compraré mascarillas que, aprovechando la alarma social, revenderé en cuatro días por un dineral. Con los pingües beneficios obtenidos, importaré esos trajes de buzo que lleva el personal sanitario para no contagiarse. Me los pagarán a precio de oro. Y con el lucro, que será mucho, negociaré con las camas de UCI, tan necesarias. ¡Me las quitarán de las manos! Creo que obtendré beneficios suficientes para comprar un hospital entero, y el que quiera ser atendido en mi hospital tendrá que pasar antes por taquilla y pagar una entrada a precio astronómico. Y después… Después lo habré conseguido. Me encerraré en el búnker, que ya me habré podido comprar, y allí me sentiré a salvo, siempre con luz artificial, sin una vista del mundo real, atiborrado de latas de conserva, rodeado por gruesas paredes de hormigón reforzado con planchas de acero. Por cierto, que no se me olvide comprar rollos de papel higiénico para el búnker.