Bartleby, el escribiente es uno de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura, y su autor, Herman Melville, uno de los más destacados del siglo XIX. Prácticamente nada se puede añadir sobre esta historia, precursora de tantas otras. Y mucho menos después de que Enrique Vila-Matas escribiiera su magnífico libro Bartleby y compañía, en el que se fue refiriendo a a escritores que, como el escribiente Bartleby, en un momento de su vida «prefirieron no hacerlo» y dejaron de escribir.
Realmente es tentador dejar de hacer aquello que, durante toda la vida, ha sido tu trabajo, tu ilusión y tu mundo. Levantarte un día de la cama, por ejemplo, tomarte un café caliente y una tostada con aceite, asomarte a la ventana, rascarte la barba de dos días y musitar entre dientes: «Prefería no hacerlo». Pero no hacerlo hoy, ni mañana, ni pasado… Simplemente no hacerlo, dejar de hacerlo. No volver a escribir ni una sola página más. ¡Qué digo página! Ni un párrafo, ni una línea, ni una palabra… Dicho así, puede parecer simplemente una actitud muy literaria; pero Vila-Matas ya se encargó de explicarnos que en muchos casos se convirtió en algo real. Tomar esa actitud es como constatar que pocas cosas tienen sentido en la vida, porque hasta los sueños más anhelados se desvanecen en la desgana, en la apatía, en la abulia, en el desinterés…
Hay un detalle que me gusta mucho del relato de Melville: cuando Bartleby toma la decisión de no hacerlo, no se mueve del sitio y permanece en aquella oficina a todas horas. Prefiere no hacerlo, pero no se marcha. Seguramente habrá constatado que ese es el sitio que se ha ganado en la vida, o quizá es que no tenga otro lugar a donde ir. Incluso, no consiente que nadie le mueva de allí. El sitio lo tiene ganado, conquistado, y solo a la fuerza conseguirán sacarlo. Bartleby ha llegado hasta allí, y allí decide quedarse; pero sin dar un solo paso más.