No eran niños. Tendría unos once, doce, trece años. ¿Cómo considerarlos? ¿Preadolescentes? ¡Qué palabra tan horrible! Yo siempre he revindicado sin éxito zagales. Serían cuatro o cinco, que ni siquiera me fijé en este detalle. Estaban sentados en el escalón de un portal y, los que no cabían, directamente en la acera. Todos comían pipas de manera frenética, como si llevasen una semana sin probar bocado y de repente hubiesen encontrado aquellas bolsas de plástico llenas de esas populares semillas de girasol. Una ven engullida la semilla escupían la cáscara, que caía a sus pies. No solo ninguno se molestaba en recoger esas cáscaras, sino que –los muy cerdos– las escupían sin tener en cuenta que por la acera pasaba gente, es decir, que esos escupitajos con carga podían caerle en los pies, e incluso en la pantorrilla a cualquier viandante. Como vivimos en una sociedad en la que nadie se atreve a reprochar una conducta inadecuada a los demás, estos niños –o lo que fueren– campaban a sus anchas. Cuando se levantaron y se marcharon, la acera quedó convertida en un albañal. Seguramente ninguno era consciente de ello.
Estos niños están de vacaciones de verano, pero es muy probable que hace solo un par de meses, en el colegio –alguno ya en el instituto– hubiesen realizado alguna actividad o estudiado algún tema sobre civismo, respeto al medio ambiente, respeto a los demás, educación, o algo por el estilo. Quiero pensar que en los planes de estudios, en algún lugar de esos exhaustivos temarios, se tocarán estas cuestiones. ¿Y de qué ha servido? En el caso que estoy contando, evidentemente, de nada, pues esos niños no mostraban ni civismo, ni respeto al medio ambiente, ni respeto a los demás, ni educación. Es muy preocupante que se estudien asignaturas en los colegios, que se debatan problemas, se realicen trabajos colectivos, etc. sobre normas elementales de convivencia y comprobar que no han causado ningún efecto en los alumnos, que no les han dejado ninguna huella.
Hace unos años escribí un libro que se titula EL ÁRBOL DE LA ESQUINA. En él cuento cómo los niños de un colegio, para celebrar el “Día de la Naturaleza”, plantan un árbol entre festejos; sin embargo, al día siguiente, ya pasada la efemérides, los propios niños destrozan el árbol. Uno se pregunta de inmediato: ¿para qué sirve el Día de la Naturaleza?, ¿para que sirve el Día contra el Racismo?, ¿para qué sirve el Día de los Derechos Humanos?, etc. etc. ¿Y para que sirve la Primaria, y la Secundaria, y el Bachillerato y hasta la Universidad, además de para sacar títulos y títulos?
Me preocupa mucho vivir en un país tan maleducado como el nuestro, tan zafio, tan rústico, tan grosero; un país que se enorgullece de su incultura y que hace bandera en muchas ocasiones de la brutalidad injustificada. No debería preocuparnos demasiado que nuestra selección de fútbol gane copas, tampoco debería preocuparnos que nuestra economía esté tocando fondo –un fondo que parece no tener fondo–. Lo que de verdad nos debería quitar el sueño es la secular falta de educación de los españoles, porque creo que ese es el verdadero origen de todos nuestros males. Al pensar en estas cosas, inevitablemente, vuelve a salir la palabra de siempre: cultura. ¡Y nuestros políticos con la guillotina preparada para segar cualquier brote de cultura! Al fin y al cabo, esos niños escupiendo cáscaras de pipas no tienen culpa de nada, aún.
Hay países en Europa –y solo me refiero a nuestro continente– mucho más cultos que el nuestro, eso es evidente, y a veces he oído decir la siguiente frase: “Claro, son más cultos porque son más ricos.” Pero… ¿no será al revés? ¿No será que son más ricos porque son más cultos?