La autoridad competente –o incompetente– se sienta y echa un vistazo a los papeles que tiene sobre la mesa. En primer término, el libro de firmas: documentos que están esperando un garabato para producir efectos inmediatos y colaterales. Un decreto, un edicto, una resolución, una ley, una condena… En muchos lugares la autoridad competente sigue firmando penas de muerte; por ahorcamiento, con silla eléctrica, por inyección letal, a pedradas… Pero, además, hay otras muchas penas de muerte que no se firman, solo se consienten, o incluso se provocan.
Cuando hablamos de la pena de muerte, inevitablemente, pensamos en personas, en individuos, en seres humanos. Pero no siempre es así. A veces se firman penas de muerte que afectan a animales –el contrato de una corrida de toros–, o a un bosque –la licencia para construir una urbanización en un paraje protegido–, o al mar –el permiso para enterrar residuos radiactivos en el fondo del océano– , o a la enseñanza pública –tijeretazos salvajes, dejaciones, olvidos voluntarios–. Y más, mucho más…
Recientemente, imagino que como una rutina más, el alcalde de Granada abrió el portafolios que descansaba sobre su mesa de trabajo y empezó a echar garabatos a todos los asuntos pendientes. Y así fue como firmó la pena de muerte de una biblioteca de la ciudad, de su ciudad: la biblioteca de la plaza de las Palomas, del popular barrio del Zaidín. Los vecinos del barrio se echaron a la calle, se amotinaron en la plaza, se manifestaron por las calles. No entendían la sentencia, pues la biblioteca no había cometido ningún delito. Durante años, su actividad principal había consistido en difundir los libros y en fomentar la lectura. Los vecinos solo pedían que la biblioteca siguiese viva, que la cultura tuviese un pequeño reducto dentro de un barrio con carencias de todo tipo. Los que protestaron en la calle y los que nos sumamos en la medida de nuestras posibilidades a esa protesta, solo conseguimos del alcalde que nos llamase públicamente “insolidarios”. Me hubiese dado igual que nos llamase indeseables, delincuentes, masones o hijos de puta. Pero… ¿insolidarios? Cualquier cosa menos eso. Quizá si este alcalde usase más las bibliotecas, en vez de cerrarlas, sabría cuál es el verdadero significado de la palabra “insolidario”. Su solidaridad con la cultura hizo que la sentencia se ejecutase hace unas semanas. La biblioteca del Zaidín ha muerto.