Utilizo una fotografía que me ha llegado a través de un correo electrónico, lo que significa que es muy probable que la conozca ya muchísima gente. No obstante, observándola, me ha apetecido escribir un pequeño comentario.
Ayer, domingo, estuve por la mañana en la cuesta de Moyano. Para los no madrileños debería explicar que se trata de una calle corta y empinada (ahora peatonal) por la que puede accederse al parque de El Retiro desde Atocha. Por el lado que linda con el Jardín Botánico, junto a la verja, se alinean unas casetas de madera donde se venden libros desde hace aproximadamente cien años, la mayoría de segunda mano (o tercera, o cuarta, o quinta…) Hacía un frío terrible, a pesar de lo cual la animación era grande entre los puestos de madera y gente de todo tipo y edad rebuscaba entre los libros para encontrar el que andaban buscando, u otro que no buscaban pero que también les apetecía. Algunas personas llevaban bolsas en bandolera, que iban cargando poco a poco. Nadie pedia nada a cambio y solo en una ocasión vi a un tipo regateando con el vendedor.
Ascender y/o descender por la cuesta de Moyano es un rito antiguo, parsimonioso, al que muchos madrileños nos entregamos. A veces, un descubrimiento inesperado te hace soltar una exclamación; la mayoría de las ocasiones te conformas con remover toda esa vida que duerme entre las páginas polvorientas de los libros amontonados. Libros ya curtidos porque han tenido que soportar nevadas, lluvias, vientos y esos calores tórridos de los veranos de Madrid. Compres o no compres, siempre te vas con una sensación agradable en el cuerpo y con la certeza de que volverás a las primeras de cambio. Por fortuna, a ninguno de los libreros de la cuesta de Moyano se le ha ocurrido regalar unas bragas por la compra de tres libros.