Acabo de regresar de Miami. Han sido ocho días interesantes. Niños, jóvenes, adultos. Lo que más me gusta de la ciudad es su imbricación con el mar. No sabes si realmente es el mar el que penetra en la ciudad, o al contrario. Hubo tiempo libre para visitar (con baño incluido) sus famosas y televisivas playas.
Contaré una anécdota. Ocurrió en un colegio con jóvenes que rondarían los quince o dieciséis años. A propósito del libro que habían leído, «La última campanada«, les invité a que me dijerán alguna cosa por la que ellos protestarían ante la sociedad. De inmediato, un joven colombiano dijo que protestaría por el trato que reciben los emigrantes no cubanos en Miami. Nos contó que cuando llegaba un cubano todo eran puertas abiertas; sin embargo, cuando llegaba un emigrante de otro punto de Latinoamérica la cosa era bien distinta, y los propios cubanos eran los primeros en marginarlos. Se organizó un pequeño revuelo y, de inmediato, un joven cubano, dirigiéndose a mí y con un elocuente gesto de sus brazos, me dijo: «No le haga caso, eso que dice es socialismo.» La anécdota me ha hecho reflexionar mucho. Es curioso observar como unos emigrantes repudian a otros emigrantes. Que cada cual saque sus propias conclusiones.
Todas las actividades que desarrollé durante los ocho días, estupendas y jugosas. La gente, también.