Como todo el mundo sabe, a mediados de agosto, en muchísimos lugares del país se celebran fiestas, que originalmente coincidían con el día de algún santo o alguna virgen; pero que paulatinamente se han ido moviendo en el calendario, acomodándose a otros intereses.
Este año estoy viendo en los medios de comunicación cómo los políticos de turno, generalmente concejales o alcaldes, están sacando pecho y, contagiados de un mismo delirio, van repitiendo aquí y allá que están dispuesto a prohibir canciones, cuya letra pueda resultar ofensiva. No sé quién fue el primero en hacerlo, pero se están subiendo al carro por todas partes.
La canción que parece llevarse la palma es una titulada “Despacito”. ¿Alguien no la he escuchado todavía? No voy a opinar sobre ella ni sobre este tipo de música, que personalmente no me interesa nada. Lo que me llama la atención es el afán de prohibir y prohibir y prohibir. Y para justificar la prohibición se echa mano de lo que sea, sexismo, machismo, xenofobia, homofobia, igualdad, etc. etc. Al final, claro, se acaba blandiendo la democracia para dar consistencia a los argumentos esgrimidos, porque decir democracia es como decir amén.
Las fiestas populares de agosto, que asolan la península Ibérica, son en sí mismas sexistas, machistas, homófobas, brutales, crueles, mugrientas, embrutecedoras, cantera de borrachos, donde el único fin que se persigue es vomitar en público más que los demás. Habrá quien me diga que en medio de toda esta repugnancia se pasea a un santo en romería de acá para allá, o que las mujeres del pueblo hacen un concurso de tortilla o encaje de bolillos (¿esto no es sexismo?) mientras los hombres juegan un partido de fútbol, solteros contra casados (¿esto tampoco es sexismo?).
Prohibir nunca ha sido la solución de nada. ¿No sería mucho más fácil programar otro tipo de fiestas? ¿No sería mucho más lógico y sencillo? Y si las mozas y mozos del pueblo, indignados (son tan brutos que solo son capaces de indignarse por cosas así), queman el ayuntamiento, pues que lo quemen. Esa será su mayor vergüenza.
Me parece muy triste que en mi país se desprecie desde la infancia el aprendizaje de la música, que está desapareciendo de los planes de estudio, que se ignore el valor de la poesía, de la literatura, del arte…, de todo eso que hemos venido llamando las bellas artes, que la cultura solo sirva para que cuatro payasos se ganen la vida mofándose de ella. Me parece muy triste y lamentable, aunque ya hemos comprobado que los lamentos no sirven para nada.
Volviendo al tema de este comentario, ¿no sería mucho más fácil empezar por las escuelas, por la educación, por el sentido común? De ese modo no haría falta que un ejército de políticos clonados se dedicase a prohibir canciones malas y groseras, porque la propia sociedad, sensible y culta, se encargaría de ignorarlas. Es probable también que en una sociedad sensible y culta (¿utópica?) no tuviesen cabida las bárbaras fiestas de agosto, ni tan siquiera los ejércitos de políticos clonados. Quizá esto último sea la causa de que las cosas vayan de mal en peor. Ese ejército de políticos clonados quiere hacernos creer que prohíben y prohíben y prohíben porque en el fondo están velando por nosotros. ¡Toma ya!