Mariano y yo nos conocimos hace por lo menos treinta años. Trabajaba en los informativos de TVE de los fines de semana y había empezado a escribir literatura infantil. Con “La Kumari” había ganado el premio Altea, que yo había ganado tres años antes. Ese premio fue nuestro primer vínculo. Después, un viaje de varios días que hicimos a un pueblo de Extremadura, donde nos habían invitado para tener encuentros literarios con todos los escolares del lugar, nos hizo amigos. Viajamos en mi coche y fueron unos días locos –los que conocieron a Mariano intuirán por qué lo digo–. Después, nos vimos a menudo. Cenaba en mi casa o yo cenaba en la suya. Su forma de ser, su amabilidad, su simpatía, lo convirtieron en un personaje entrañable. Publicó varios libros con la editorial Edelvives: “El amigo que vino del mar”, “Los derechos torcidos”, “La diosa negra”… La red comercial de esta editorial, que le tenía una estima especial, podría contar muchas y jugosas anécdotas de él.
Llevábamos años distanciados. No porque nos hubiésemos enfadado, ni mucho menos, sino porque a veces la vida nos lleva, nos trae, nos acerca, nos aleja… Pero muchas veces lo recordaba y también muchas veces lo recordábamos, pues el recuerdo era compartido con alguna otra persona que también lo había conocido. Era un recuerdo entrañable y cariñoso, que siempre acababa por sacarnos una sonrisa.
Ayer, una amiga me dijo que se le había hecho un homenaje. “¡Qué bien!”, pensé. “¿Es por algún premio, por algún reconocimiento especial…?” Y su respuesta me dejó helado: “Por su fallecimiento”. Mariano falleció a finales de julio y yo no me había enterado –creo que poca gente lo sabía–. Desde entonces no puedo dejar de pensar en él.
Mariano, yo no he estado en tu homenaje, pero si te digo la verdad me alegro, porque los homenajes no me gustan nada de nada. Soy de tu opinión: “mientras los demás homenajean, vámonos nosotros al bar de enfrente a tomar unas cañas y a charlar de nuestras cosas.” Y ese es el momento en que te echaré de menos, querido amigo.