Regresé de Italia el 17 de septiembre, con el otoño prácticamente encima. Después de una novela en la que llevaba trabajando mucho tiempo, y que terminé a finales de agosto, quería empezar un libro nuevo. Tenía la idea, los personajes, incluso el título –cosa que no me suele suceder–. Se trataba de un libro para niños. Una historia muy satírica escrita en clave de humor.
El primer intento debí hacerlo en torno al 20 de septiembre, pero no me sentía centrado y no me gustó nada de lo que escribí. Volví a comenzar al día siguiente, y lo mismo. Descansé el fin de semana, y yo pensaba que este descanso iba a aclarar las ideas y me iba a mostrar el camino que andaba buscando. Reemprendí la escritura el lunes 24. No, no era eso lo que daba vueltas en mi cabeza. ¿Dónde estaba el problema? El 25 volví a comenzar la historia, que dejé el 26. El día 27 me dije que empezaría de nuevo y, en cierto modo, me obligaría a seguir, aunque no estuviera convencido del resultado. A veces me ha sucedido: tardo un tiempo en lograr que la historia arranque y encuentre el pulso adecuado para seguir avanzando. Eso hice. Continué el 28, el 29, el 30 (no descansé el fin de semana), el 1 de octubre y el 2. Hoy es día 3 y acabo de marcar todo el texto que llevaba escrito –ya unos cuantos folios– y he apretado después la tecla “suprimir”. Todo ha desaparecido, como por arte de magia.
Pero os aseguro, queridos mirones, que mañana vuelvo a empezar.