Mi familia materna procede de Canals, un pueblo de Valencia. Desde niño escuché a mi abuela, a mis tíos, a mi madre, hablar de ese pueblo. Yo no había estado nunca allí, pero al hilo de sus relatos me lo imaginaba perfectamente. Era un pueblo pequeño, donde casi todo el mundo vivía del campo, de la huerta. Mi abuela hablaba de animales domésticos, de cosechas y hasta de una tartana para desplazarse por los caminos. La fiesta de San Antón -con hoguera incluida- era un acontecimiento para toda la familia, a pesar de que hacía ya mucho tiempo que se había asentado en Madrid.
Hace doce o quince años (ya no lo recuerdo bien) estuve por primera y única vez en Canals. En vano busqué las imágenes que mi mente había ido fabricando. Ni rastro de ellas. Entonces comprendí que el pueblo del que hablaban mi abuela, mis tíos, mi madre, ya no existía. Solo quedaban de él algunos jirones en la memoria de algunas personas.
Toda mi familia paterna vivió siempre en Carabanchel, incluso mucho antes de que el lugar se convirtiese en un distrito de Madrid. Es posible que viviesen allí incluso cuando Juan Mieg pintó en 1818 el cuadro que ilustra este comentario. Yo nací también en Carabanchel y he vivido allí durante muchos años. Cuando vuelvo al barrio me doy cuenta de que el Carabanchel de mi infancia tampoco existe, desapareció durante los años sesenta y setenta aplastado por la especulación inmobiliara y el crecimiento incontrolado y desaforado de Madrid.
Me doy cuenta de que pertenezco a lugares que ya no existen. No queda ni rastro de ellos. Ni de los paisajes ni del paisanaje. Me dan un poco de envidia las personas que regresan a los lugares del pasado y los encuentran intactos, pues en cierto modo esos lugares nos conforman y nos dan sentido en el presente. Pero, sinceramente, cada día me preocupa menos no encontrar ni siquiera el rastro de mis raíces. Eso me convierte en ciudadano de ninguna parte y, por consiguiente, de todas. ¿Quién dijo eso de los árboles tienen raíces y los hombres pies?