La fotografía está tomada en la plaza de un pueblo de Madrid, Robledo de Chavela, el domingo de Resurrección. La grotesca figura que está atada en lo alto de un palo, junto a unos cacharros de cerámica, representa a Judas Iscariote. A las doce del mediodía, después de que termine la procesión correspondiente y de que la banda municipal toque el himno nacional, la gente, provista de gran cantidad de piedras, comienza a lapidar “al traidor”. Llueven las piedras sobre la plaza principal del pueblo -la policía ha acordonado la zona para evitar heridos- y los cacharros de cerámica son reventados. De ellos sale todo tipo cosas: confetis, pájaros, un faisán y hasta una bandera de España. Por supuesto, la figura “del judas” también va sufriendo lo suyo con las pedradas y, poco a poco, va quedando irreconocible. Cuando no queda ningún cacharro entero se acaba la fiesta.
¡Que bueno que existan “judas” para poder lapidarlos todos los años! Los malos siempre han sido necesarios en la historia, sobre todo para que los buenos salgan victoriosos y cuenten sus hazañas. ¿Qué sería de los buenos sin los malos? Los buenos, incluso, son capaces de inventarse a los malos, o de convertir en malvado al primer despistado que pase por delante de ellos. Solo la edad nos va volviendo más escépticos y nos hace descabalgar a los héroes y decapitar a los profetas, por eso ya ni siquiera nos reconforta el linchamiento de los judas. Todo lo contrario.