
Hace muchos años, cuando era pequeño, los domingos me gastaba parte de la paga semanal en lo que ahora se ha dado en llamar chuches. Entre ellas había unas pastillas grandes, redondas y planas, de color blanco, que se compraban de manera individual. Eran de leche de burra. La cantidad de niños de entonces que, inconscientemente, seguíamos a Popea y Cleopatra. No se si existirá en la actualidad algún sesudo estudio que hable de los efectos físicos e intelectuales de la leche de burra. Si existe, prefiero ignorarlo.