En casa no reparo en estas cosas. Suelo darme cuenta cuando estoy en un hotel, como hoy. De pronto, miro mis calcetines y veo que tienen un agujero por el que se escapa un dedo, o por el que se adivina el talón. Agarro entonces los calcetines y los tiro directamente a la papelera. A veces son los calzoncillos. «¡Horror!», pienso, y me acuerdo de ese consejo de las viejas: «Hay que llevar la ropa interior limpia e íntegra, no sea que nos dé un patatús y tenga que examinarnos el médico.» Así que los dañados calzoncillos acaban también en la papelera. Luego me doy un paseo por la ciudad, entro en una tienda y repongo las piezas desechadas.
Pero hoy ha sido peor. Me quedé mirando una camisa y me pregunté: «¿Cuántos años tiene?» Por pudor no diré aquí la edad de la mencionada camisa. La examiné y sí, la pobre estaba hecha un asco. Sin pensarlo la he tirado a la papelera. ¡Ay, las papeleras de los hoteles! ¡Esos cilindros metálicos con una bolsa de plástico en su interior para recoger los desechos de los clientes!
Me desasosiega un poco que mañana puedan ser unos pantalones, o un jersey, o el abrigo… Me aterra pensar que pueda ser yo mismo el que acabe dentro de una papelera, hecho un ovillo, esperando con pavor la llegada del personal de limpieza.