Mucho wasap, muchas conexiones, mucho GPS, mucho internet, mucha cámara, mucho compartir esto y aquello…, pero por desgracia los teléfonos modernos también sirven para dar malas noticias, como siempre habían hecho los antiguos, esos de color negro, con una rueda perforada sobre los números. Parecían haber sido diseñados para eso, para dar sustos y sobresaltos.
Era mediodía y los timbrazos del teléfono me avisaron de una llamada. Una llamada como las de siempre. Ni zumbidos, ni campanillas, ni silbiditos, ni melodías programadas… Y una voz conocida me lo ha dicho.
Ángela ha muerto en un accidente de tráfico en Escocia.
¡Cuántos años sin saber de Ángela para que, de repente, me digan esto! Ángela, vieja amiga. Luchadora indomable. Ya entonces –a los dieciocho, a los veinte…– tu ejemplo nos abría los ojos y la boca a los jóvenes de barrio de la ciudad, que éramos estudiantes tontos, mucho más tontos que tú, que todavía no habías estudiado. Tu olor a campo de la infancia se había mezclado con el olor a fábrica, a mono de trabajo, a huelga, a carreras para evitar torturas de la policía… Ya habías comprendido que las oportunidades eran siempre de otros y que tú tendrías que arrancar hasta el aire que respirabas con tus manos y tu voluntad. Siempre admiré tus manos y tu voluntad, que fueron tus guías en este mundo, y también tu mirada limpia, de altos vuelos que, inevitablemente, nos hacían volar a los demás, como cuando nos pusimos a hacer teatro. Teatro de barrio. Teatro obrero. Teatro del pueblo. Teatro de ilusos. Teatro. Teatro para volar sobre nuestra realidad y para cambiarla de una puta vez. Porque estábamos muy hartos de una cruel dictadura que parecía no tener fin.
Tenías dos manos y voluntad de hierro. Tenías la mirada limpia y deseos de cambiar el mundo. Pero a diferencia de tantos otros, tu deseo no podía separarse de tu conciencia. Cuando los estudiantes tontos dejamos de estudiar, lo hiciste tú. Aunque ya nos veíamos poco, me alegró saberte convertida en periodista. Por entonces, ya podíamos escupir sobre la tumba del dictador.
Te vi hace pocos años en la Feria del Libro de Madrid, en una caseta. ¿Qué haces por aquí?, te pregunté, sin darme cuenta de que tú podías aparecer en cualquier parte. No te habías hecho escritora, pero me dedicaste un libro de los que se vendían en tu caseta. ¡Cuánto tiempo!, exclamamos ambos. Pero ninguno pronunció esas palabras tan innecesarias: Te acuerdas cuando… ¡Bah! ¡Ninguna concesión a la nostalgia! Nosotros siempre volando hacia delante. Siempre oteando el horizonte. En plenitud. Seguíamos teniéndolo claro.
Y así, en plenitud, sin nostalgia, pero con la pena de tu ausencia, te recuerdo ahora y te recordaré siempre