Me dicen personas que me quieren y que me conocen bien que soy la insatisfacción permanente. Y me reprochan mi actitud, pues en apariencia la vida no me ha tratado mal (es un decir). Hago lo que quiero, lo que soñaba desde niño. Y mi sueño, hecho realidad, hasta me permite vivir sin apreturas. Debería pasarme, por tanto, los días cantando esa preciosa canción de Violeta Parra: «Gracias a la vida, que me ha dado tanto…» Sin embargo, esa insatisfacción no me permite disfrutar de lo que hago, de lo que voy consiguiendo paso a paso. Eso significa que tendré que aprender -si no he aprendido ya- a vivir con el poso constante de la insatisfacción.
Reconozco abiertamente que soy un privilegiado, simplemente por haber hecho realidad mi sueño más anhelado. Lo he admitido incluso en público en muchas ocasiones. Pero jamás he conseguido quitarme de encima la sombra de la insatisfacción. ¿Qué más quiero entonces? No lo sé. Quizá la insatisfacción solo sea el nombre del motor que me mantiene vivo, activo, creativo… No lo sé. O quizá sea la necesidad que me acucia cada dos por tres de tirar todo por la borda. No lo sé. Esa es la cuestión: no lo sé.
Quizá siempre he querido estrujar la vida hasta extraer la última gota de su esencia. Llegas a un punto concreto, observas a tu alrededor y reflexionas: «pero la vida no puede ser esto». Y sigues buscando. Y llegas a otro punto, a otro lugar, a otra situación… Y no puedes dejar de reflexionar: «pero la vida no puede ser esto». Y vuelta a empezar. «La vida no puede ser esto». No solo es un tema de insatisfacción. Quizá cuando sea mucho más viejo de lo que soy lo comprenda todo y me dé cuenta de que la vida solo es esto. Y entonces, como diría Unamuno, «hasta los muertos nos moriremos del todo».