Hace mucho tiempo yo tenía veinte años y conocí a Antonia. Ella luchaba en el barrio y por el barrio. Le guiaban ideas elementales y desnudas, como justicia, igualdad, libertad… Era dura la lucha, pues vivíamos los últimos y terribles coletazos de la dictadura franquista. Comenzaba el verano y se le había metido en la cabeza la idea de que cuarenta o cincuenta niños de familias desfavorecidas (muchas de ellas procedentes de las chabolas que rodeaban el barrio de Aluche) tuvieran unas sencillas vacaciones. Había conseguido que le dejasen durante quince días un caserón en Extremadura. También había conseguido comida e, incluso, una cocinera voluntaria. Además, había conseguido un autobús para ir y otro para volver. Un día me dijo: “Alfredo, ¿por qué no te vienes conmigo? Yo sola no puedo cuidar a todos los críos.” Y me fui con ella.
Yo me ocupaba de los más grande (doce, trece, catorce años) y ella de los más pequeños. Había una niña que era especialmente pequeña, además de por la edad, por la desnutrición: la Pepi. Debía de tener siete años, pero aparentaba menos. Era una niña muy difícil –como una fortaleza inexpugnable–, que venía de una de las zonas más míseras y que en su corta vida no había visto otra cosa a su alrededor más que pobreza, hambre y muchas penas. Antonia tuvo que hacer un esfuerzo especial para convencer a su familia, sobre todo a su padre que, como buen gitano, era el que llevaba la voz cantante.
Nos íbamos a bañar por las tardes a un pequeño lago, o más bien una charca, que se encontraba cerca. Solo en la orilla, para refrescarnos un poco. Además, en cuanto los niños empezaban a saltar, el fondo se removía y el agua se volvía opaca. Una tarde, cuando se suponía que nadie debía estar en el agua, vinieron dos niños corriendo y gritando: “¡La Pepi! ¡La Pepi!”, y me señalaban la charca. Yo eché a correr como loco y me tiré al agua por el punto que me indicaban. “¡La Pepi! ¡La Pepi!” No había ni rastro de ella. El agua estaba muy turbia y no veía nada. Llenaba mis pulmones y me sumergía tanteando con mis manos el fondo embarrado. Y de repente, me topé con su cuerpo. La agarré y la saqué del agua. No sé cómo, pero conseguimos reanimarla.
–He oído tu nombre por megafonía y he venido corriendo a verte –me dijo Antonia el otro día, en la Feria del Libro de Madrid.
–¡Antonia! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué alegría tan grande!
Recordamos cosas y, de pronto, me preguntó:
–¿Te acuerdas de la Pepi? ¡Qué susto nos dio! Menos mal que estabas tú allí.
Y, de repente, el recuerdo de aquel verano se desplomó sobre mí y lo vi todo tan nítido como si hubiera ocurrido una semana antes.
–Lo recuerdo todo. ¿Qué fue de la Pepi?
–Años después murió de una sobredosis. Su vida, por una causa o por otra, siempre fue un infierno.
He pensado si no habría sido mejor que la Pepi se ahogase en aquella charca, así se hubiera librado de un sinfín de penalidades. Pero a los que, como Antonia, seguimos buscando la luz en la justicia, en la igualdad, en la libertad… no nos queda otra que tirarnos al agua, sacar a la Pepi del lodo y tratar de reanimarla. Y si alguna vez llegasen a cambiar las cosas de verdad y el mundo se volviese justo, nos daríamos cuenta de la insignificancia de nuestros actos. Mientras, pienso que el encuentro con Antonia fue lo mejor que me ha sucedido en la Feria del Libro de Madrid.