Formábamos en fila a la entrada del colegio y a la salida, también lo hacíamos en el momento de empezar el recreo y, por supuesto, cuando volvíamos a clase después del mismo; y cuando íbamos a la capilla, o al patio para hacer gimnasia, o cuando salíamos de excursión por los alrededores… Hasta para recibir un castigo –por lo general una hostia en plena cara o un varazo en las manos– también teníamos que formar, como si estuviéramos en el ejército. Una ordenada fila era la verdadera seña de identidad de mi colegio católico –y la de los tiempos– y tenía tanta importancia, o más, que el estudio de las matemáticas, la lengua, el francés o cualquiera otra asignatura.
Una mañana habíamos formado en el patio para entrar a clase tras el recreo. Vara en mano, el profesor, como nuestro guía, se ponía el primero y nosotros le seguíamos sin rechistar. Enseguida unos cuantos nos dimos cuenta de que tenía una oruga en el cogote, era una procesionaria y posiblemente le había caído de algún pino. El profesor era completamente calvo, sin apenas cuello, y su cogote lo conformaba un prominente pliegue de piel que rebosaba el cuello de su chaqueta negra. Caminábamos aguantándonos la risa, pero yo debo reconocer que pensé seriamente que era justo avisar al profesor de que llevaba aquel incómodo bicho en su cogote, pues, si no se libraba pronto de él, le produciría una molesta urticaria.
Me acerqué a él y se lo dije, entre las risas de algunos compañeros. Enfurecido, el profesor me miró y, sin mediar palabra, me sacudió un par de varazos en las piernas, que mis pantalones cortos dejaban al aire. Pensó que le estaba tomando el pelo que no tenía. ¡Cómo me dolieron aquellos dos varazos! Continuamos la marcha en silencio hacia el pabellón y yo me aguantaba las ganas de llorar, no de dolor, sino de rabia. Cuando ya íbamos por el pasillo, todos pudimos ver cómo el profesor se detuvo en seco y se golpeó el cogote varias veces con la mano hasta que la oruga cayó al suelo. La miró un instante y la aplastó con la suela de su zapato. A continuación, como de costumbre, se colocó al lado de la puerta del aula y fuimos pasando de uno en uno por delante de él. Cuando yo lo hice, no tuvo la gallardía de disculparse, ni siquiera de decirme una palabra amable, ni de dirigirme una mirada acompañada de una simple sonrisa. Nada. Me senté en mi pupitre y me acaricié las piernas enrojecidas. Con el tiempo, comprendí que solo hacer filas formaba parte de nuestra educación católica.