Lo hemos visto muchas veces en los documentales de naturaleza. Una cebra, después de pensárselo mucho, después de patear las orillas del río buscando el lugar más seguro, decide lanzarse al agua e intenta llegar a la orilla opuesta. No le queda más remedio, pues toda la manada ya lo está haciendo.
Al principio, sus pezuñas se clavan en el fondo enfangado y camina con seguridad; después, el agua le cubre y comienza a nadar, luchando para no ser arrastrada por la corriente. Y cuando está a punto de llegar al otro lado, cuando ya vuelve a sentir la tierra bajo sus patas, aparece un enorme cocodrilo, abre sus temibles fauces y lanza una terrible dentellada. La pata trasera de la cebra ha quedado atrapada en la boca del saurio; pero ella no se rinde, pues tiene la orilla, que es su salvación, al lado. Empuja con fuerza hacia afuera, mientras que el cocodrilo empuja con fuerza hacia adentro. Los músculos se tensan y comienza una lucha de resistencia. La cebra lo intenta una vez, y otra, y otra… El cocodrilo solo aprieta su mandíbula, sin ceder, y espera. Y de pronto nos damos cuenta de que la cebra se ha quedado sin fuerzas, su resistencia ha llegado al límite. La cámara nos muestra un primer plano de la cabeza de la cebra y sus ojos hablan por sí mismo: son el reflejo del pánico. Parecen mirar a alguna parte, pero en realidad ya no ven nada. Su respiración desbocada le obliga mantener la boca abierta, aunque no emite ningún sonido. Seguramente el terror le ha dejado muda. Ya no le queda ninguna posibilidad y ella lo sabe. El cocodrilo también lo sabe.
Cierro los ojos para no ver el final de la cebra y entonces comprendo que no se trataba de un documental de naturaleza, aunque así hubiese sido anunciado. Preocupado, me miró la pierna.