No lo puedo evitar. Cuando un amigo me recomienda un libro, inevitablemente lo leo. En este caso, además, la recomendación venía de Paloma –que siempre acierta– y el gigante Maiakovski estaba detrás, o alrededor, o dentro. El poeta me ha acompañado desde que lo descubrí con diecinueve años. No es el poeta que más me ha emocionado, ni el que más me ha conmovido, ni el que más me ha hecho reflexionar; pero por alguna extraña fascinación siempre ha estado a mi lado.
Juan Bonilla ha escrito un libro –“Prohibido entrar sin pantalones”– que no es una biografía al uso, pero en el que percibimos los latidos del poeta, de su obra, de su tiempo, de su país, de sus ideas, de sus amores, de la revolución, del futurismo… Gracias al libro he vuelto a acercarme a Maiakovski, a sentirlo próximo, imponente, apasionado. Y he vuelto a rememorar su trágica muerte. El día 14 de abril de 1930 se disparó una bala al corazón. Su último poema parece de amor –quizá lo sea–, pero enseguida descubrimos que en realidad se trata de una especie de colofón, en el que el cruel desencanto, como la densa niebla, nos impide ver a nuestro alrededor:
“Van a dar las dos. Ya estarás acostada.
En la noche, la Vía Láctea es un río plateado.
Tengo todo el tiempo del mundo
pero los relámpagos de mis telegramas
no volverán a despertarte atormentándote.
Como suele decirse, cuestión zanjada.
La barca del amor quedó varada en la rutina.
Estoy en paz con la vida.”