La anciana madre está tejiendo y suena el timbre de la puerta. “Es Totó, sabía que vendría”, dice. Se levanta de la silla y va abrir. La lana se le ha quedado enganchada y el jersey, en el suelo, comienza a deshacerse.
“Cinema Paradiso” es la gran película de la añoranza. Ayer la vi por enésima vez y creo que no volveré a verla nunca más. No es bueno cultivar la añoranza. Es grandiosa la escena final, con ese Totó, ya convertido en un Salvatore canoso, no pudiendo contener la emoción ante los besos encadenados que le ha dejado como herencia Alfredo, mi tocayo, que acaba de morir. Esos besos en definitiva son la añoranza. ¿Quién no guarda un rosario de “besos” dentro de sí mismo? Y en este caso, “beso” es mucho más que dos labios que se buscan. Mientras veía la película, yo añoré las calles empapadas por la lluvia de Lisboa, una sombra reparadora en los jardines de Luxemburgo en París, al soldado Svejk por las calles de Praga, a King Kong en lo alto del Empire State de Nueva York, un terremoto en el piso treinta y dos de un rascacielos de Tokio… Y más cosas que el decoro me hace callar.
Me volví para besar apasionadamente a la mujer que me acompañaba. Era consciente de que ese beso sería la añoranza del mañana. O tal vez no. Quizá al final siempre acabemos añorando los mismos besos.