Acabo de estar unos días en Albacete, dando charlas en bibliotecas; dentro de un rato me iré a León, donde permaneceré toda la semana, también dando charlas; y luego, Almería; y un poco después, Bilbao. Y con el año nuevo, Valencia, Granada, Málaga, Sevilla, Galicia, Pamplona y no sé cuántos sitios más. No voy a valorar aquí y ahora si esto es bueno o malo, si es interesante y enriquecedor, o no.
Solo quería hablar de hoteles. Me paso media vida en hoteles. Sé que mucha gente no lo soportaría. Me lo dicen, incluso. No podrían vivir tanto tiempo de acá para allá, lejos de su casa, de su cama, de su almohada y, por supuesto, lejos de algunas peronas queridas. Vivir así te hace sentir un poco nómada y un poco desarraigado, y eso a mí no me disgusta. Me han reprochado más de una vez que mi desarraigo por las cosas y por las personas, mi insatisfacción permanente, solo son síntomas de inmadurez. Si es así, si todo lo que me pasa es un problema de inmadurez, a estas alturas de mi vida sospecho que ya no tiene remedio. Moriré inmaduro. Y ahora que lo pienso, es una pena morir inmaduro.
En el fondo me gustan los hoteles. Siempre me han apasionado esos escritores que en un momento de su vida decidieron vivir en un hotel, o en varios, renunciando a algo que parece tan esencial para cualquier ser humano como un hogar. Yo lo he pensado a menudo, y lo he manifestado incluso. Los que me escuchan se lo toman a broma. Quizá un día les sorprenda. Venderé todos mis bienes y utilizaré el dinero para pasar el resto de mi existencia de un hotel a otro, con poco equipaje, solo lo justo. En el fondo, los hoteles son un micromundo que cada día se renueva, se recrea. ¡Esconden tantas historias las paredes de los hoteles! ¿Qué cosa mejor puede hacer un escritor que buscar esas historias, esos sueños, esas frustraciones, esos encuentros, esos desengaños, esas soledades, esa vida, dentro de esos edificios conocidos en el mundo entero con la misma palabra: Hotel?