Miro mi agenda y me asusto. Está prácticamente llena hasta comienzos del mes de junio. No quiero ni imaginar la cantidad de charlas que tendré que dar por toda España, e incluso en el extranjero: colegios, institutos, bibliotecas… Un año más me hago la misma pregunta: ¿por qué he aceptado tantos compromisos? Hubiese sido sencillo decir que no, que no y que no. ¿Sencillo para alguien que no sabe decir “no”?
Aunque podría hacerlo, no quiero contar las noches en las que dormiré en un hotel. Serán muchas, muchísimas. Escribo estás palabras en un hotel de Bilbao, pero la semana que viene estaré en un hotel de Santander, y la siguiente en un hotel de Valencia, y la siguiente… Hoteles. No es la primera vez que escribo algún comentario sobre hoteles en este Falso Diario. Inevitablemente he mantenido y mantengo una relación muy especial con los hoteles. A veces pienso que son mi segunda casa y recuerdo haber leído algo sobre escritores que decidieron instalarse a vivir en hoteles. Vivir para siempre en un hotel, o en dos, o en tres… El hotel se convertiría entonces en su primera casa, en su única casa. Tengo que reconocer que a veces me he imaginado a mi mismo haciéndolo.
Nadie –salvo las personas que vivan situaciones similares– puede entender la cantidad de sensaciones que se experimentan en un hotel durante una tarde tras otra, durante una noche tras otra. Nadie, ni las personas más allegadas a ti pueden hacerse una idea. A veces la soledad se hace tan espesa que parece arcilla y hasta puede arañarse. Otras veces, el silencio se vuelve tan opaco que te deja sordo y, aunque quieras, no puedes oír nada. Las camas suelen ser grandes y, al meterte en ellas, tienes la sensación de menguar y menguar, hasta convertirte en una partícula perdida en una pradera infinita y blanca. Las pantallas apagadas de los televisores se vuelven agresivas y están a punto de saltarte al cuello y, si las encendemos, es todavía peor. En ocasiones, un grifo gotea, o zumba el motor del aire acondicionado, o cruje un mueble, o alguien camina por el pasillo, o jadean en la habitación contigua… Son detalles, pero no son nimios. Es la constatación de que estás allí, de que una vez más estás allí. Solo los seres solitarios, como yo, pueden soportarlo.