Como admite el Diccionario de la R.A.E., vulgarmente y malsonante, «hostia» significa golpe, trastazo, bofetada… Pero yo creo que «hostia» no es un simple golpe, ni un trastazo ocasional, ni una bofetada suelta. «Hostia» tiene una connotación especial y propia. «Hostia» es todo eso y más.
Hasta los catorce años fui a colegios donde los profesores nos freían a hostias. Si hacías una cosa, te daban una hostia; si hacias lo contrario, te daban también una hostia; si no hacías nada, por supuesto, también recibías una hostia. Te sentías inerme y atemorizado a todas horas, mirando de reojo a un lado y a otro para intentar adivinar por dónde llegaría la siguiente hostia. Y lo más grave de todo era que nunca llegabas a entender el porqué, el motivo, la justificación. Eso era lo que a mí me quitaba el sueño. Las hostias -llegabas a pensar- formaban parte del sistema educativo que te había tocado en suerte, o en desgracia. Y no había nada que hacer contra eso.
Pero esos recuerdos son un capítulo cerrado de mi vida, sobre el que no me gusta volver. En realidad, no me gusta volver sobre ningún capítulo pasado de mi vida. El problema es que de vez en cuando me siguen lloviendo hostias. Y ya no me las dan esos maestros cerriles de la infancia. Son hostias más bien en sentido figurado, porque las hostias no tienen por qué ser exclusivamente físicas. Lo asumo como parte de la existencia. Lo que me preocupa ahora es que en muchas ocasiones tengo la misma sensación de entonces: no comprendo el porqué, ni el motivo, ni la justificación… Y eso desconcierta mucho.