No es difícil percibir en nuestro tiempo que, a pesar de que cada día somos más en el planeta, aumenta la soledad; y, aunque vivamos más apretados que nunca, la incomunicación se está convirtiendo casi en una epidemia. Las nuevas tecnologías, con Internet a la cabeza, tienden a recluirnos en una habitación de nuestra casa y a hacernos creer que, sin movernos de una silla, podemos lograrlo todo, sin darnos cuenta que la mayoría de esos logros solo son espejismos.
En Japón se está produciendo un fenómeno alarmante, difícil de explicar: más de un millón doscientos mil jóvenes han decidido recluirse en su habitación y no salen para nada. Renuncian a la vida exterior y, con ella, a casi todo. Comen porque sus padres les dejan la comida en la puerta todos los días, de lo contrario posiblemente morirían de hambre. Los padres se avergüenzan de la postura de sus hijos y procuran ocultar su situación, no hablando a nadie de ello. Para la sociedad es como si estos jóvenes hubieran dejado de existir: nadie los nombra, nadie pregunta por ellos. El fenómeno, que no deja de crecer día a día, ya tiene nombre: hikikomori. Se dice que la competitividad de la sociedad japonesa y la exigencia excesiva de los padres hacia los hijos es la causa de todo. Pero yo creo que el problema es más de fondo y tiene que ver con los derroteros del llamado «ser humano» en estos comienzos tan inciertos del siglo XXI. Hikikomori puede que solo sea el comienzo de la pandemia.