Me presente al Premio Ala Delta de literatura infantil con intención de ganarlo. No conozco a nadie que se presente a un premio con intención de quedar en cuarto lugar, o en séptimo, o en decimo primero… Ayer me comunicaron que lo había ganado y, además, por unanimidad del jurado. Bien. Se supone que es el momento adecuado para sentirme satisfecho. Pero no temáis, queridos mirones, que no volveré a hablar de mi insatisfacción. Solo diré que uno va dando pasos en la vida por el camino que ha elegido, consiguiendo pequeños logros, haciendo reales algunos sueños… «Y sin embargo…» -que cantaría Sabina- la existencia se me enturbia, como el agua de una charca que solo espera que el sol acabe por secarla de una vez.
Pero… debo sentirme satisfecho. Y lo estoy. Hay veces que, cuando acabo un libro, tengo la impresión de que es especial. Y eso me pasó cuando terminé de escribir «Barro de Medellín«, el libro con el que he ganado el premio. Lo dejé reposar en mi mesa quince días y, ya algo distanciado del mismo, volví a leerlo. Aunque os parezca pedante, os aseguro que pensé: «Este libro se merece un premio». El jurado del Ala Delta me ha dado la razón. Y me alegro mucho. Es una historia que sucede en Medellín, la Medellín de Colombia. Estuve allí en octubre. En apenas una semana la ciudad y su gente me dieron muchas cosas, cosas intangibles, que son las mejores; incluso, cosas que no se pueden nombrar y que solo se pueden sentir. Mi libro lo escribí con todos esos sentimientos. Se lo debía a Medellín.
Espero que nadie se aproveche de este blog para felicitarme. Esto no es uno de esos libros de parabienes que se colocan a la salida de algunos monumentos para que todo el mundo escriba alguna loa. No, esto solo es un falso diario. Recordadlo, mirones.