Algunos lugares los conozco, pero otros no. Algunos lugares puedo recordarlos, pero otros tengo que imaginarlos. No importa. En todos puedo ver a un niño o a un joven con un libro en la mano. Quizá lo comprase la semana pasada en una librería por iniciativa propia, o quizá se lo recomendaron leer en su centro escolar. Es posible también que lo sacara de una biblioteca. ¡Qué más da!
El título del libro se entiende con dificultad porque está escrito en alemán, o en francés, o en chino, o en japonés, o en coreano, o en portugués, o en italiano, o en turco… Se entiende mejor el nombre del autor, que es el mío. Cada vez que lo pienso me cuesta creerlo. A veces me han dicho los amigos: “Es para sentirse orgulloso”. Y no, no es orgullo lo que siento, aunque no puedo sustituir esa palabra por otra más adecuada.
Siempre he afirmado que un libro es un puente entre dos corazones. Me apasionan los puentes. A veces he recorrido muchos kilómetros solo para ver uno, como el de Millau, en Aveyron, Francia, que es realmente impresionante. Por eso, me sigue costando creer que acaba de inaugurarse un nuevo puente que va desde mi corazón hasta el corazón de Estambul. ¡Uno más! ¡Qué vértigo da! ¡Y qué emoción!