Hace frío. El jardín que se extiende frente a mi casa ha amanecido blanco, por la helada. El arroyo que serpentea por el parque por el que suelo pasear se ha detenido: parece que un duende del norte lo haya convertido en cristal. Un termómetro marca -4º C, a las diez de la mañana. Las personas, embutidas en abrigos y bufandas, caminan deprisa y el vaho que sale de sus bocas parece el humo de una estufa de leña.
La de veces que habremos oído frases como: Ya no hace el frío de antes; ya no hiela como helaba hace años; ya no nieva como antaño… Parecía que añorábamos tiempos remotos, como si, parafraseando al gran Jorge Manrique: «cualquiera tiempo pasado fue mejor.» Estamos en el mes de enero y hoy hace frío como antes, aunque lo notemos menos porque nuestras casas estén mejor acondicionadas. Esto debería suponer una vuelta a la normalidad, pero no lo parece. Todos los periódicos -los mismos que antes repetían que no hacía tanto frío como antes- incluyen titulares que hablan del frío de enero. También lo dicen los boletines informativos de las radios y de las televisiones. Hace frío en enero. ¿Qué dirían si hiciera este frío en julio? ¡Qué pocas cosas cambian, a pesar de que tengamos la sensación de que todo cambia! Y eso que yo soy de los que está convencido de que los seres humanos nos estamos cargando el planeta Tierra en todos los aspectos, incluido el clima. Por cierto, cualquier tiempo pasado no fue mejor, y agarrarse a ese razonamiento es algo triste, como cuando un campeón de boxeo decide tirar la toalla porque el rival le está zurrando más de la cuenta. El gran poeta lo explicaba perfectamente cuando antes del famoso verso incluía otro que dice: «cómo, a nuestro parescer». Ahí está la clave. Al frío le importa un bledo nuestro parecer.