Siempre me ha inquietado la palabra «exilio». Hay un exilio incuestionable que todos entendemos y que algunos -o muchos- han padecido con resignación o sin ella, pero seguro que con rabia e impotencia. También existe, existió y existirá lo que se ha llamado «exilio interior»: los que se quedan pero no están.
Pero también el exilio se repliega sobre sí mismo, se encoge y se instala dentro del individuo. En esas ocasiones, nadie -y me refiero a otro ser humano con poder y maldad- es responsalbe del exilio, salvo el propio individuo. Es él mismo quien lo hace poco a poco, o de golpe y porrazo, según los casos. Se exilia de todo aquello que durante años le fue dando sentido, orientación y hasta consuelo. Se aleja peligrosamente sin dejar señales en el camino, sabedor de que se perderá y ya no podrá volver. Ni él mismo sabe qué fuerza lo empuja. O sí. Pero tal vez se sienta maniatado y ni siquiera tenga ya ganas de saber quien apretó el último nudo de su mordaza. ¿Para qué?