Nací en casa de mi abuela, en Carabanchel Bajo. Mi madre y mi padre también nacieron en Carabanchel, y alguno de mis abuelos. Es decir, soy de Carabanchel por los cuatro costados. El Carabanchel de ahora no tiene nada que ver con el que conocieron mis ancestros, que, aunque parezca mentira, era un sitio de recreo para la aristocracia y la alta burguesía madrileñas. Evidentemente, yo crecí en otra época, cuando las oleadas de emigración llegaban a Madrid desde distintos puntos de España y se apiñaban en la periferia, en el mejor de los casos en viviendas pequeñas de barriadas espantosas, en el peor, en míseras chabolas. La especulación del suelo y el caos urbanístico más absoluto destrozaron literalmente Carabanchel. Fui al colegio con los hijos de esos emigrantes, que eran mis vecinos y mis amigos.
Hubo un tiempo, en el auge de aquella emigración, en que, solo por el hecho de vivir en el barrio, adquirías fama –fuera de él, por supuesto– de barriobajero, o lo que es lo mismo según el diccionario, ordinario, vulgar, soez… ¡Y hasta un poco quinqui!
Contaré una anécdota graciosa que lo corrobora. Un día había quedado con un amigo de otro barrio. Yo debía ir a su casa y, al llegar, avisarle por el telefonillo del portero automático para que bajase a la calle. Mientras lo esperaba, observé su coche, que conocía de sobra, aparcado al lado del portal y me fijé en que se había dejado el seguro de las puertas abierto. Así que abrí el coche y me senté en el asiento del conductor a esperarlo tranquilamente. Cuando salió del portal, se quedó con la boca abierta al verme dentro. Se acercó a toda prisa.
–¿Pero cómo lo has abierto? –me preguntó preocupado–. Tendré que llevarlo al taller para que instalen un sistema más seguro.
Yo me limité a encogerme de hombros y a decirle:
–No te olvides de que soy de Carabanchel.
Con eso fue suficiente. Se suponía que un tipo de Carabanchel, como yo, podía abrir cualquier cerradura sin problema. Al oírlo, mi amigo se tranquilizó. Ser de Carabanchel lo explicaba todo y, por consiguiente, no había por qué alarmarse.
Los de Carabanchel sencillamente nos lo tomábamos a broma y nos reíamos de buena gana de nuestra “mala fama”. Nosotros, mejor que nadie, sabíamos cómo era la gente del lugar donde vivíamos. Gente sencilla, humilde, incluso pobre, trabajadora, solidaria, luchadora… Gente que había llegado de Extremadura, de Andalucía, de las dos Castillas, de Aragón, de Galicia, o de cualquier otro lugar de España. Gente con el deseo de prosperar, de construir, de aprender, de convivir, de sonreír…
Ahora, una joven diputada de un partido que tiene nombre de diccionario se refiere a los barrios multiculturales y los llama “estercoleros”. Cita algunos en diferentes ciudades y, aunque no nombró el mío, estoy seguro de que figuraba en su lista. Carabanchel sigue siendo un barrio multicultural, aunque ahora la gente llega de más lejos, de todos los confines del planeta. Sigue siendo un barrio superpoblado, feo, lleno de carencias; pero, sobre todo lleno de gente que rebosa vida. Es el barrio, además, que ahora están descubriendo muchos jóvenes para instalarse ellos mismos y desarrollar allí su proyecto artístico y creativo.
Creo que todos los de Carabanchel, al oír semejantes palabras de la joven diputada del partido con nombre de diccionario, nos encogimos de hombros. No le dimos importancia, como tampoco se la dimos a los que hace años nos llamaban quinquis. No merece la pena perder el tiempo cuando hay cosas mucho más importantes y acuciantes que hacer; pero, eso sí, no estaría mal dedicar un solo minuto a pensar seriamente, con la nariz tapada, en el tufo que desprenden dichas palabras.