Lo escuché el otro día en un programa de radio. Dámaso Alonso no quería prestar sus libros porque se los devolvían “esguardamillados”. ¡Qué palabra tan bonita! Del verbo esguardamillar. Si buscáis la palabra en el diccionario, queridos mirones, comprenderéis por qué el ilustre poeta y filólogo no quería prestar sus libros.
Los idiomas son vivos y, por consiguiente, mutantes. Se pierden constantemente palabras y se adquieren otras. Lo malo es cuando se pierden palabras precisas, contundentes y sonoras y, por el contrario, se adquieren otras huecas, artificiales o transvasadas de otras lenguas. Creo que hoy en día, con el auge de la era tecnológica e informática, sería una guerra perdida tratar de salvar el verbo esguardamillar. Pero hay otras opciones, implícitas en su propia definición. El cielo está esguardamillado, quién lo desesguardamillará, el desesguardamillador que lo desesguadarmillare, buen desesguardamillador será. Por ejemplo. Está noche yo también me siento esguardamillado.