Hace pocos años compartí un viaje con Carmen Alborch a Tokio. Íbamos a hablar de nuestros libros a un país que acababa de ser asolado por un terremoto, que a su vez había provocado un tsunami catastrófico. Hoy, revisando fotografías, he encontrado la que ilustra mi comentario. No recuerdo de qué estábamos hablando en ese momento; pero sí la recuerdo a ella, su sonrisa permanente, su buen humor, la empatía que irradiaba y que acababa subyugando a todos. Los actos oficiales en los que participamos se me han borrado, pero sin embargo recuerdo con nitidez los paseos por las calles de Tokio, por los parques; recuerdo alguna cena en un restaurante y los desayunos en la planta 32 del hotel.
Carmen Alborch era entonces senadora y todos los días se comunicaba con España para conocer de primera mano lo que estaba pasando en el país. Su interlocutor era Alfredo Pérez Rubalcaba. Después de hablar con él, nos informaba a los demás. Siempre comenzaba de la misma manera: “Me acaba de decir Alfredo que…” A mí, lo confieso, en esos momentos me importaba un bledo lo que dijese mi tocayo, pues solo me preocupaba disfrutar de un viaje que me estaba cautivando.
Nos despedimos en Tokio. Ella se volvía a España y yo me quedaba en Japón unos días más, ya sin actos oficiales, con la única intención de conocer un poco más el país. Ya tenía los billetes del Shinkansen con destino Kioto.
No me importa lo que hayan contado los periódicos, o los informativos de la radio y la televisión. Mi recuerdo es mucho más fuerte que todos los telediarios juntos. Ni las peores noticias pueden con él. ¡Mi recuerdo, mis recuerdos! Un maremagno de palabras, de sonidos, de imágenes, de colores, de olores… me acompaña siempre. Son de todos los años que he vivido. Están mezclados, sin orden ni concierto. Ya no puedo distinguir unos de otros, ni quiero hacerlo. Todos ellos, juntos, mezclados, me arropan cuando la vida me produce escalofríos. Y yo me siento agradecido.