Ya tengo mi agenda cerrada para encuentros literarios durante este curso 2019-2020. ¡Y no quiero ni mirarla! Iré, como otros años, día a día, sin pensar en la semana siguiente. Y si hoy es martes, esto será El Puerto de Santa María, y si es miércoles, Mallorca, y si es viernes, La Coruña…
Los que me conocen saben que llevo muchos años haciendo estos encuentros, y los hago –y los sigo haciendo– porque disfruto más que mi auditorio, ya sea infantil, juvenil o, a veces, adulto. Y los hago, también, porque creo en ellos, porque creo en la literatura como elemento transformador, porque estoy convencido de que la cultura es lo único que nos hace humanos –y no siempre–. Para mí, hacer encuentros literarios es invitar a la lectura, al conocimiento, a la sensibilidad, a la observación, a la reflexión, al gozo…
Durante años he tenido la suerte de encontrarme con unas generaciones de maestras (voy a utilizar el femenino, aunque todo el mundo comprenderá que también me refiero a los maestros) que vivieron la renovación educativa que vino con la democracia. Maestras que se entregaban en cuerpo y alma a su trabajo, que lo vivían, que se entusiasmaban y se emocionaban, que no miraban jamás el reloj y que, por supuesto, no tenían móvil. No voy a decir que todas fueran así, por supuesto, pero las encontrabas con relativa frecuencia. Y lo que era mucho mejor, estas maestras conseguían contagiar su entusiasmo y sus ganas a otras muchas. Como vulgarmente se dice, tiraban del carro, y de qué manera. ¡Ah! Y lo hacían de forma analógica, con unos resultados brillantes. Por desgracia, estas maestras se están jubilando. Y no podéis imaginaros lo que yo las hecho de menos. Sí, ahora hay muchas maestras jóvenes que ocupan sus plazas, pero solo una mínima parte comparte su entusiasmo.
Cargadas con una tecnología que no entienden y de la que en la mayoría de los casos no saben sacar partido, con unas carencias culturales y pedagógicas que dan pánico y escalofríos, año tras año van saliendo hornadas de maestras de la Facultad de Educación. Ese es el talón de Aquiles de nuestro sistema educativo. Basta de leyes de educación, que no sirven para nada. Hay que formar adecuadamente al profesorado. Solo eso. Y formarlo con un grado de exigencia sumo, haciéndole comprender que va a enfrentarse a una tarea fundamental, que le va a exigir un esfuerzo durante toda su vida: la educación de los niños. Solo eso. ¿Volveremos a conseguir generaciones de maestras que sientan algo tan elemental y tan bello como la vocación?