Descubrí lo que eran las musarañas ya de mayor y me llevé una enorme decepción. Había perdido la cuenta de las veces que los profesores en el colegio me habían repetido esa dichosa frase: Deja de pensar en las musarañas. Y no solo en el colegio. Recuerdo que mis padres también me la decían, o algún familiar, quizá algún vecino, tal vez incluso algún amigo… Musaraña me parecía –y me sigue pareciendo- una palabra bonita, muy bonita. Una vez, después de un acto en el Instituto Cervantes, me conminaron a que dijese una palabra que me gustase especialmente. No dije musaraña entonces, pero creo que me arrepentí.
Si buscamos la palabra en el diccionario descubriremos inevitablemente a esos pequeños mamíferos con el hocico alargado, que se parecen a los ratones, aunque en realidad están más emparentados con los topos o los erizos. ¡Bah! ¡Qué decepción! Y que conste que no tengo nada contra estos animalitos, que hasta tienen su pizca de gracia.
Durante mucho tiempo, para mí, las musarañas podían ser los Mares del Sur, y un viejo galeón al que le crujían todas las maderas, con las velas henchidas por el viento; quizá su tripulación fuese una partida de feroces piratas; o quizá no, y tal vez se tratase de los amotinados del Bounty, que encontraron la isla de Pitcairn. También las musarañas podían ser las riberas del Mississippi, donde Tom y Huck trataban de construir una balsa; o las praderas por donde campaban a sus anchas los Pies Negros; o el agujero por donde misteriosamente se había caído una niña llamada Alicia que segundos antes también pensaba en las musarañas, sentada junto a un árbol con su hermana; o un campesino que vivía en las frías estepas de Rusia y al que se le había metido en casa un personaje siniestro llamado Infortunio; o un tío y un sobrino que se metían por el cráter de un volcán en Islandia…
Como podrá deducirse con facilidad, para mí pensar en las musarañas jamás ha sido una pérdida de tiempo, o de atención, o de interés; sino todo lo contrario. Por eso, con este breve comentario, quería elogiar a las musarañas; no a los diminutos mamíferos de largo hocico –lo siento por ellos-, sino a las verdaderas y apasionantes musarañas. ¡Qué vivan eternamente para que los niños –y los no tan niños- se distraigan con ellas!