Me encuentro a menudo jóvenes aspirantes a escritores, algunos jovencísimos. Me piden consejos, como si yo pudiera dárselos. Muchos me preguntan por la escritura en sí, por sus intríngulis, porque piensan que existe una especie de fórmula mágica, que solo poseemos los escritores, y que ponemos en práctica a la hora de escribir un libro. Pero es frecuente, por desgracia, que a lo largo de la conversación el aspirante a escritor, sin poder disimular su preocupación, te pregunte sin más: “¿Qué tengo que hacer para publicar mi libro? ¿Adónde tengo que ir, por quién debo preguntar? ¿Qué editorial paga más dinero?” No me invento ninguna pregunta.
En este mundo de prisas absurdas, de correr para no llegar a ninguna parte, es difícil que un aspirante a escritor viva ajeno a ello. Pero si hay algo que daña irremediablemente a la literatura –y al arte en general– son las prisas. Escribir, necesariamente, tiene que ser un proceso lento, a veces lentísimo, que por supuesto tendrá mucho que ver con el carácter del propio escritor. Hay que meditar cada página. Hay que pensar cada párrafo, Hay que reescribir cada línea. Hay que discutir con cada palabra. Y así, poco a poco, ir avanzando. A veces a trompicones, dando marcha atrás y tomando nuevo impulso.
El otro día, viendo un partido de fútbol, el locutor dijo: “Este futbolista es muy bueno, pero muy lento”. ¿Qué preferimos calidad o rapidez? En el mundo del fútbol evidentemente lo que todo el mundo prefiere es que el futbolista meta goles. Y creo que eso mismo es trasladable a muchas cosas de la vida que llevamos en estos tiempos. Pero si hay algo claro, es que eso no sirve para la literatura. En literatura solo se meten goles con la calidad. E incluso, para disfrutar de un buen gol a veces tienen que pasar muchos años. Y seguramente, en la vida -en la auténtica, no en la artifial- también.