Anoche vi una vez más “El séptimo sello”, de Igmar Bergman. No voy a cometer la obviedad de decir que es una obra maestra, porque eso ya está fuera de toda duda. Quería recordar que vi esta película por primera vez con diecisiete años, en una especie de improvisado y clandestino –hablamos de finales de la década de los sesenta– cine club de barrio. La pantalla era una sábana extendida en la que siempre se notaba alguna arruga. La cámara y la película no sé de dónde coño saldrían, aunque imagino que algo tendría que ver un cura del barrio, de esos que se llamaban obreros. Este lo era, sin duda, porque cuando acababa con las cosas de su iglesia trabajaba de taxista. Lo peor siempre era el sonido, que parecía salido de ultratumba y que en muchas ocasiones no concordaba con el movimiento de la boca de los actores. El sótano, al que nosotros llamábamos cine club, estaba como de costumbre abarrotado. Chicas y chicos como yo. Diecisiete, dieciocho, diecinueve años, poco más o menos. Cuando se acababa la proyección y se encendía la luz, comenzaba un debate en medio del olor a humanidad, que ya se mascaba. En algunas ocasiones llegaba la policía y nos “desalojaba” a empujones, en el mejor de los casos, o a palos, en el peor. Recuerdo uno de los peores “desalojos” , que tuvo lugar mientras veíamos “Nueve cartas a Berta”, de Martín Patino. ¡Ay, que joderse!
Hoy, vuelvo a ver “El séptimo sello” y me sobrecoge. ¡Qué imágenes tan potentes en blanco y negro! ¡Qué luz! El color no solo no aportaría nada, sino que ensuciaría la película. ¡Qué personajes! Max von Sydow en el papel de Antonius, el caballero que vuelve de las Cruzadas, inolvidable. ¡Qué diálogos! La veo ahora y me gustaría saber qué sentí, qué percibí a los diecisiete años; qué sentí yo y que sintieron todos esos chicos y chicas que llenaban la sala. No lo recuerdo. Pero estoy seguro de que esta película tuvo que marcarnos de algún modo, y no solo porque teníamos diecisiete años, sino porque nos embargaba un ansia de saber más, porque nos cuestionábamos el mundo en el que vivíamos y nuestro miserable país, porque rechazábamos la educación que habíamos recibido, porque la cultura en todas sus manifestaciones nos parecía un bien sagrado… ¡y tantas cosas!
Hoy veo la película y la entiendo mejor, y la degusto mejor. Por eso, me conmueve más y me hace reflexionar. Seguramente muchos conocéis el argumento, que no voy a contar para no resultar pesado. Pero baste decir que sobre esa historia, que transcurre en la Edad Media, en un momento terrible en que la peste asolaba a toda Europa, flota una idea inquietante, sobrecogedora: el silencio de Dios. El silencio que desespera al caballero que se ha pasado diez años luchando en las Cruzadas, es decir, jugándose la vida por defender a ese Dios que permanece indiferente y callado.
Me gustaría que los chicos y chicas de diecisiete años de hoy en día apagasen un momento sus móviles y viesen “El séptimo sello”. De entrada, habría que hacer un esfuerzo para hacerles ver una película en blanco y negro. Pero una vez conseguido esto, estoy convencido de que a algunos les zarandearía –quizá solo a unos pocos–, como me zarandeó a mí hace ya tantos años –también éramos unos pocos los que íbamos a aquel cine club de barrio–.