Todos los amantes de la literatura -los mirones de este blog lo son en su mayoría- ya tendrán noticia de Nora, la protagonista de Casa de muñecas, uno de los dramas más conocidos de Henrik Ibsen, uno de los autores más importantes del siglo XIX y que sigue vigente en el XXI.
«Casa de muñecas» se ha convertido con los años en un estandarte del feminismo. Y ese portazo de Nora al final de la obra, abandonando a su marido e, incluso, a su hijos, se ha considerado como el comienzo de una liberación necesaria. A mí no me gustaría enfocar el comentario en ese sentido. Me quedo solo con la necesidad de dar portazos a lo largo de la vida.
Es inevitable. Los hijos deben dar portazo a los padres, las mujeres a los maridos, los abuelos a todo y a todos… ¡Ay, de quien no haya jalonado su vida de portazos! Portazos para reafirmarnos y, sencillamente, para ser y crecer. Portazos que seguramente nos resquebrajarán de arriba abajo. Dar un portazo siempre es muy doloroso, pero no darlo es empezar a morir en vida. No cuesta dar un portazo en las narices de un necio, al contrario; lo que cuesta es dar un portazo a seres queridos que nos han acompañado tal vez durante toda nuestra vida. Dar un portazo no significa olvidar lo que queda definitivamente al otro lado de la puerta, por el contrario, todo eso viajará con nosotros y será el lastre necesario para que el vuelo no se nos descontrole del todo. Dar un portazo es correr el riesgo de quedarse solo, pero el propio Ibsen nos consuela al afirmar en otra de sus obras más conocidas –Un enemigo del pueblo– que «el hombre más fuerte del mundo es el hombre más solo.»