Recientemente, viajaba en mi coche solo. En el asiento del copiloto llevaba una bolsa con algunas cosas dispares, entre las que había varios huevos duros, que yo mismo había hervido esa misma mañana. No viene al caso explicar otros pormenores. Lo cierto es que a mitad de viaje –no sé por qué– comencé a pensar en los huevos duros y, aunque no tenía hambre, me entraron ganas de comerme uno. Estiré el brazo, rebusqué en la bolsa y saqué uno de color café con leche.
Si me detenía en un área de servicio para comerlo, iba a perder mucho tiempo, así que decidí hacerlo dentro del coche. El problema principal, como todo el mundo podrá imaginar, era pelarlo, pues no estaba dispuesto a introducirlo en mi boca con la cáscara. Me dije que tenía que ser un conductor responsable y, por eso, una de mis manos debería estar siempre en el volante y mi vista fija en la carretera. Por consiguiente, solo me quedaba pelar el huevo con la otra mano.
Me imaginé al helicóptero de la guardia civil grabándome desde las alturas y mi imagen saliendo en los telediarios como ejemplo insólito de conductor imprudente. “Imprudente, nunca”, me repetía sin soltar el volante ni una sola vez y fijando mi atención en la autovía.
Reconozco que fue casi milagroso pelar el huevo duro con una sola mano y, además, mantener las cáscaras rotas en la concavidad de la palma. Lo alcé entre mis dedos y entonces lo engullí –al estilo de Paul Newman en “La leyenda del indomable”. Tenía el sabor y la textura inconfundible de los huevos duros, pero a mí, no sé por qué, me supo a gloria, a pesar de que tuve que escupir algún trocito de cáscara que había quedado pegado.
Entonces caí en la cuenta de que en la mano llevaba toda la cáscara del huevo. ¿Qué hacer con ella? Pensé que una cáscara de huevo era biodegradable, no contaminante y su pequeño tamaño la haría imperceptible, así que la trituré entre mis dedos todo lo que pude, para que los trozos fueran aun más pequeños, y bajé el cristal de la ventanilla. A continuación, saqué el brazo, manteniendo la mano cerrada. Miré por el espejo retrovisor y me cercioré de que no venía ningún coche detrás. Entonces abrí la mano.
Solo puedo añadir que los trocitos de la cáscara del huevo duro entraron por la ventanilla del coche como pequeños proyectiles inofensivos. Sacudí mi mano como pude y subí de inmediato el cristal. Pero ya era tarde. Han pasado dos semanas, he limpiado el coche por dentro, pero no hay día en que aparezca algún pedacito de cáscara entre los asientos, en las alfombrillas, en el salpicadero… ¡Horror! A veces pienso que no me comí un solo huevo duro, sino que me zampé docena y media.