El bebé nació perfectamente, pero como si de repente hubiese decidido que no quería formar parte del mundo al que acababa de llegar, su corazón sufrió una severa bradicardia. Sus latidos cada vez se distanciaban más entre sí y cundió la alarma entre el personal sanitario. Lo intentaron de todas las maneras, pero no consiguieron reanimar su diminuto corazón, que entró en parada. Un minuto, dos minutos, tres minutos, cuatro minutos, cinco minutos…
Entonces llegó el héroe de la bata blanca y, arrogante, dijo: “Yo lo reanimaré, yo le devolveré a la vida.” Cuando lo consiguió habían transcurrido veinte minutos, veinte minutos de parada cardiaca. Pero lo logró, sí, a los veinte minutos consiguió que regresará el pálpito a aquel cuerpecito.
El héroe de la bata blanca anda por el mundo exponiendo su proeza en congresos, en entrevistas y publicaciones. Recibe homenajes, felicitaciones y hasta le han impuesto alguna medalla. Ha ganado fama, reconocimiento, prestigio y, de paso, mucho dinero.
Los padres del bebé no apartan su vista de él. Llevan mucho tiempo esperando alguna reacción: una simple mueca, un temblor, una convulsión, una leve resistencia a sus estímulos… Los padres del bebé ya ha sido informados: no existe ni una remota esperanza, ni un milagro de la medicina, nada. Su hijo no saldrá nunca de un estado vegetativo, y ni siquiera es seguro que haya conseguido llegar a ese estado. Y así –como un mineral sobre una cama– su corazón podrá seguir latiendo durante un mes, un año, diez años…, y la desolación más absoluta irá minando irreversiblemente a sus padres y a cuantos se hallen a su alrededor. Pero durante este tiempo, ¿por dónde andará el héroe de la bata blanca?