
Estaba solo, preludio de las tantísimas veces en que decidía ir al teatro y todos mis amigos se negaban a acompañarme, alegando que eso era un rollo. Actuaba un grupo de teatro aficionado, que a mí me pareció buenísimo. La iluminación era poca, tal y como requería la ambientación, y los actores –solo dos o tres– iban vestidos de negro. Más que una obra en sí, lo que hacían era una dramatización de algunos textos. De todos, solo recuerdo uno, y de qué manera.
Se trataba de “El gato negro” de Edgar Allan Poe. Aquella fue mi primera noticia del escritor norteamericano. No sé si alguna vez habré vivido con tanta intensidad una historia de ficción. Cuando el alcoholizado protagonista, en un ataque de locura, saca su navaja y le extirpa un ojo a Plutón, su querido gato, sentí una punzada que me atravesaba, como si aquel acero se hubiese clavado en mí. Y mi corazón se aceleró cuando poco después lo cuelga de la rama de un árbol. Pero eso no era nada comparado con lo que vendría a continuación, con ese nuevo gato que aparece y que es idéntico a Plutón, al que incluso le falta un ojo; con el crimen horrendo que comete, cuya víctima es su propia esposa, a la que empareda en el sótano de la casa. Allí nunca nadie podría descubrir el cuerpo. ¿Nunca? ¿Nadie? El protagonista se había olvidado del gato negro y tuerto.
He leído muchas veces este cuento y siempre me conmueve y estremece. La última, en una preciosa edición ilustrada –formato grande y tapa dura– de la editorial Reino de Cordelia. Lo encontré entre un montón de libros de saldo. Esta vez subrayé el siguiente párrafo: “la perversidad es uno de los impulsos primitivos que mueven el corazón humano.”