Los jueces en general gozan de descrédito en nuestro país, en todo el país. Es así. Y si lo piensas fríamente, es terrible que sea así. Basta hablar con unos y con otros para comprobar que hay una opinión negativa de todo lo que tenga que ver con los tribunales de justicia. Estoy convencido de que nos gustaría confiar ciegamente en la justicia –esto es una verdad de Perogrullo–, pero lo cierto es que no podemos librarnos de una gran sospecha, de un gran recelo e, incluso, de un gran temor.
¿Cuántas veces nos han parecido injustas, desproporcionadas, inhumanas o desvergonzadas las sentencias? Se nos dirá que no somos juristas, es cierto, pero aunque no lo seamos tenemos algo tan elemental como sentido común, o sensibilidad. En ocasiones las sentencias parecen dictadas por un loco de atar, por un maniaco sexual o por alguien que defiende unos intereses económicos que es muy difícil rastrear, o unos intereses políticos que saltan a la vista. ¿Quién no se ha quedado en muchas ocasiones literalmente pasmado ante una sentencia? ¿Quién no ha dudado de la ecuanimidad de quien la ha dictado? La justicia no se ha desvinculado de los poderes políticos –o fácticos– a los que ha estado ligada –sometida– durante demasiado tiempo. Y los muñidores de la política manipulan a los jueces a su antojo, los ponen y los quitan, los vetan cuando no les conviene, los ascienden o los defenestran… Y, encima, tienen la desfachatez de alardear de ello.
¡Qué poca confianza nos inspiran nuestros jueces! ¡Y qué pena me da! Esa falta de confianza es letal para una sociedad que quiere ser democrática. Si confiásemos plenamente en ellos, en su sentido del deber y de la justicia, en su responsabilidad, en su compromiso, estaríamos convencidos de que la sentencia del procés catalán ha sido justa, pero, tal y como está el patio, ¿quién va a creerse eso?